Este tercer domingo de junio celebramos el
Día de los padres, y, aunque físicamente no tengo al mío a mi lado, siempre
me acompaña para reciprocar el inmenso cariño y la dedicación que nos
tuvo, más allá de los pequeños detalles a los que nos tenía
acostumbrados, fundamentalmente a mi que era su pequeña.
Por eso,
no comparto la discriminatoria idea de que madre es una sola y padre,
cualquiera. Por que el ser papá, tiene tanta responsabilidad como el
ser madre. Sino… ¿Quién renunciaría a la felicidad de llevar a su bebé
dormido hasta su camita, a recibir su tierna mirada, a oír sus primeras
palabritas?... Estoy segura que nadie se arriesgaría a perder este
momento tan sublime.
Los padres no por su naturaleza de hombres
fuertes carecen de la posibilidad de sufrir. Ellos, al igual que las
madres, sienten, padecen, sueñan, anhelan, fundan, crean, lloran por
dentro, y hasta por complacientes, tratan de escribir los sucesos de
la historia no contada, oculta en los espacios inimaginados.
Desde
hace unos años la vida ha cambiado y con ella, la forma diferente de
ser papá. Esto no significa que los padres de hace más de veinte años no
fueran buenos, mi padre era un ser maravilloso, especial, era mi
héroe, mi íntegro caballero dotado de una sensible armadura y dueño de
un corazón tan, pero tan grande que no le cabía en medio del pecho. Era
todo amor.
Hoy para suerte nuestra, los hijos cuentan con ambos
padres para todo y, con diferentes peculiaridades, ayer, hoy y mañana,
el padre ha sido, es y será un pilar en nuestra vida. Por tanto,
agasajemos entonces al héroe de nuestros cuentos infantiles, a quien nos
esperaba a la llegada de la escuela con un beso o un nuevo libro y
digamos dondequiera que estén: ¡Felicidades, papá!…
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