Por Pablo Soroa Fernández
Armando de
Pedro Capetillo (Candelaria 10 de mayo de 1900 – siete de diciembre
de 1959) se nombraba el director de la Academia Fiat Lux, fundada en la
pasada década de los 40 en ese pueblecito al pie de la Sierra del Rosario,
entonces perteneciente a la provincia de Pinar del Río y ahora a Artemisa.
Sus enseñanzas
habían calado tan hondo, que era conocido por El Maestro, así a secas, a
pesar de que en la jurisdicción abundaban los que honraban el oficio.
Recuerdo a Aquilina Rojas, Esther Villanueva, Panchita Lorente; a Pepe
Lavandera, Raúl Izquierdo y Rodolfo Iglesias, entre otros, pero
ninguno de estos últimos habría volteado la cabeza al escuchar ese
apelativo, si los acompañaba el personaje al que se dedica este
trabajo.
Destacadas figuras
de la política, científicos, oficiales de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias y de la docencia en Cuba, se forjaron en la única y modesta
aula de ese colegio en que cursaba la preparatoria el alumnado aspirante a
ingresar en el Instituto de Segunda Enseñanza de Artemisa o a la
Escuela Normal de Maestros de La Habana.
Provenir de una
familia humilde, incapaz de sufragar los modestos honorarios de la matricula
no constituía óbice para acceder a esa escuela y tener de
condiscípulo, lo mismo al hijo de un jornalero azucarero, que
al acaudalado vástago de un dueño de comercio, o de un médico, lo
mismo de Candelaria que de otros municipios, a los cuales había trascendido
el legendario caudal educativo del propietario.
De la lejana Bahía
Honda, en la costa norte occidental, por ejemplo, trajo su padre
a Pedro Díaz Arcia, hijo de un afamado galeno, con el correr del
tiempo diplomático, investigador y analista político, quien recientemente
en la página digital del periódico mejicano La Jornada aludió a este
pedagogo ilustre:
“El profesor
Armando de Pedro Capetillo me cautivó con su voz clara,
apresada por una dicción impecable y gestos que jugaban con la entonación
y el sentido de las palabras. Era como un encantador de voluntades”.
Reseña Díaz
Arcia que cuando se incorporó en 1956, al Movimiento
Revolucionario 26 de Julio, recibió junto a otros compañeros,
apoyo incondicional en momentos de peligro, de parte de aquel docente
sui géneris a quien su padre le había confiado la preparatoria para el
Instituto de Segunda Enseñanza de Artemisa.
Fulgencio
Oroz, el Mártir del Magisterio Cubano, vilmente asesinado por la tiranía
batistiana, fue otro de los protegidos –y acogidos en su aula-
por aquel maestro de Candelaria - cuyo nombre ostenta hoy la
secundaria básica de la localidad.
Debe también a él
parte de su formación el neurólogo Roberto Reyes Lorente, de la Clínica
de Atención a la Cefalea, del Centro Internacional de Salud La
Pradera, creador del Migraprecol, medicamento de probada afectividad
contra una enfermedad que afecta a la quinta parte de la población del
planeta.
De Pedro
Capetillo conoció tempranamente la miseria. Se vio obligado, antes de
ejercer el magisterio, a aprender sastrería, “tocar” en una banda
municipal, estudiar profundamente solfeo, nociones de flauta,
violín, y en ese tribunal de oposiciones que es la vida, fue
abriéndose paso hasta graduarse de Maestro –ya rebasada la treintena- en
la “Normal” de La Habana.
“Si vaciláis siquiera
ante los sacrificios, que os ha de imponer vuestra aspiración, no empezar
es mejor”, rezaba un rótulo en la pared derecha de la academia,
inscripción que, amén de reflejo de su filosofía sobre la voluntad –era
incansable lector de José Ingenieros y Calderón de la Barca- oficiaba como
examen de ingreso.
El recién matriculado
encontraba en su pupitre esa cláusula, de la cual debía extraer
sujeto, verbo y los complementos directo, indirecto y
circunstanciales.
Su altruismo y prioridad
concedida a la formación de la familia era digna de imitar. La exigencia
comenzaba por su prole, educada en la escuela pública por la mañana
y en sesión vespertina –o nocturna- en su aula.
Tres de sus cinco hijos se
titularon de maestros: Pedro, el Primogénito; Marta y Armando. Este último
ejerció casi medio siglo el profesorado de Matemática en la Universidad de
La Habana (UH), donde había cursado “por la libre” la Licenciatura en
esa materia, mientras ejercía como Maestro en Isla de la Juventud; Nancy y
Antonio (el Benjamín) se graduaron, respectivamente, en las escuelas
de Estomatología y Agronomía de aquel centro de altos estudios.
Al positivo influjo
de este educador por excelencia no se sustrajo el hoy coronel de la
reserva Horacio Mezquía Pez, alumno suyo y posteriormente esposo de su
Nancy, quien culminó la carrera de ingeniería eléctrica en 1969, luego de
interrumpirla en 1963 –ya en segundo año- para ingresar
en la Brigada de Artillería Coheteril Costera, de la Marina de Guerra
Revolucionaria y adiestrarse en el manejo del armamento enviado por la
Unión Soviética, luego de la crisis de octubre de 1962.
El hijo de ambos,
Horacito, superó a su padre en jerarquía militar –es coronel del
MINFAR- y escogió la ingeniería electrónica, y su hermana, Natacha,
ejerce la medicina. Ninguno llegó a conocer a su abuelo.
Aunque el
sustantivo academia tiene entre sus acepciones la de establecimiento
privado dedicado a la enseñanza, en el caso de la Fiat Lux hasta el de
colegio hubiera parecido sobredimensionado: disponía de un aula, de
aproximadamente 12 metros de largo, por cinco de ancho, buró,
dos hileras de pupitres, varias sillas, un pizarrón … y un claustro
conformado casi exclusivamente por su director.
Apelamos al adverbio, porque,
excepto el inglés, materia impartida por su sobrina Caridad
–también formada por él-, de Pedro Capetillo impartía
Gramática, Geografía, Matemáticas, Física, Historia, Literatura,
Francés, Solfeo, amén de Botánica y Zoología, cuando aun no estaba en
boga el término Biología que hoy engloba a ambas asignaturas.
Su erudición
podía compararse a la de Jacques, el personaje creado por Miguel
Cané, en su autobiográfica novela Juvenilia, el cual según el escritor
argentino (…) daba una explicación de química, de física, de
matemáticas en todas sus divisiones: aritmética, álgebra, geometría
descriptiva o analítica; retórica, historia, literatura, hasta
latín (…)
Reza una leyenda que
los nacidos con el siglo duran 100 años, pero a Armando de Pedro Capetillo,
su corazón le jugó una mala pasada el siete de diciembre de 1959,
faltándole pocos meses para los 60.
No hubo necesidad de
difundir la mala nueva. Presente desde horas tempranas en el parque,
alrededor del busto de Antonio Maceo, el pueblo de Candelaria la intuyó:
eran más de las ocho y El Maestro no llegaba para su
panegírico del Titán de Bronce.