El segundo domingo de
mayo es el Día de las madres, una ocasión muy especial. Un momento no solo para
ir tras los regalos y postales, sino también para decir “yo te quiero mucho”,
“eres el ser más lindo de la tierra” y para reconocer a quien le debemos lo que
somos, porque no hay persona más compasiva y delicada que ella.
Es un instante para
pensar en aquellos que no tienen a su madre a su lado, unos porque en el camino
de la vida, tuvieron que cerrarle los ojos para siempre, y en otros, por
tenerlas lejos del hogar cumpliendo misión en algún país hermano o por otras
razones, no importa, ellas son merecedoras del homenaje y el cariño de sus
hijos.
Los brazos de una madre
siempre están dispuestos para el abrazo. Y su corazón, comprende cuándo
precisamos de la mano amiga porque aunque no nos acompañes siempre, donde te
encuentres, estás pendiente de lo que nos sucede, necesitamos, queremos y hasta
pensamos.
Eres, Madre, la única
capaz de calmar el dolor con el beso, una tierna mirada, un te quiero, un
abrazo… Sin embargo, aunque a veces peleamos y tus ojos se fortalezcan ante el
regaño, siempre nos conduces hacia el lugar indicado porque eres la luz que
alumbra nuestro camino.
Admiro a la que lleva una vida en sus entrañas, en quien transforma la oscuridad en luz y el llanto en risa, en la abuelita que aún con sus nueve décadas de vida teje sentadita en un balance cual niña acabada de bañar y con su figurita menuda, ya cansada de cargar años y de peinar canas, se enfrenta como una fiera al mundo por sus hijos.
Me vienen a la mente las madres que en el anonimato o fuera de nuestras fronteras, cuidan de nuestra tranquilidad en sus puestos de trabajo. También las que con solo con la caricia tierna de su mano cansada, te calma el dolor, aquellas quienes tras el regaño se molestan, se irritan, pelean…, pero saben resistir y sobre todo: perdonar, pienso en muchas, en muchas madres…